30 de agosto de 2010

LOS MIGRANTES QUE NO IMPORTAN (Primera Parte)


(Texto del libro Los Migrantes no Importan de Oscar Martínez)

Para los migrantes centroamericanos que cruzan México rumbo a los Estados Unidos ya no son tiempos de violaciones y asaltos en parajes solitarios, ya no se trata sólo de mutilados y mujeres vejadas.

“Los machetes dieron paso a los fusiles de asalto; los rincones en el monte, a casas de seguridad; los asaltantes comunes a Los Zetas; los robos, a los secuestros”, describe el periodista salvadoreño Óscar Martínez, quien presentó su nuevo libro “En el camino. México, la ruta de los migrantes que no importan”.

En el texto se denuncia la barbarie que sufren los migrantes centroamericanos al cruzar México, con la meta de llegar a Estados Unidos. Secuestros perpetrados por los Zetas a plena luz del día, en Tenosique: migrantes secuestrados a escasos 20 metros de la estación migratoria, frente a los ojos ciegos de la autoridad.

Acompañado de tres reporteros gráficos de la organización catalana Ruido Photo, Martínez decidió montarse durante un año en los mismos trenes que los migrantes utilizan para recorrer los 5,000 kilómetros que los separan de Estados Unidos.

En su investigación descubrieron los secuestros sistemáticos de centroamericanos, perpetrados por la organización criminal de los Zetas: “Primero en la ruta Atlántica pero ahora en todos lados”, comentó el fotorreportero español, Edu Ponces, cuyas imágenes nutren el libro.

A bordo de los trenes se dan tiroteos entre los polleros y los Zetas: “Somos los Zetas, al que se mueva lo matamos”, es la amenaza que suele cumplirse con el simple hecho de negarse al atraco o al no dar los números telefónicos de familiares, a quienes les exigirán rescate.

El periodista salvadoreño junto con su equipo, pudo constatar la impunidad con la que operan no solo asaltantes, violadores y los Zetas, sino también las propias autoridades. La nota introductoria del valioso texto está a cargo de Julio Scherer. (Más información: “Crece atraco a migrantes”, en Reforma, Cultura, lunes 05/07/10)

GANAR O MORIR EN EL RIO BRAVO

CRONICA DE OSCAR MARTINEZ

La semana pasada, el río Bravo devolvió otros dos cadáveres. Nadie sabe cuántos días los había arrastrado. Aparecieron enganchados a dos piedras cercanas entre sí, en una zona conocida como El resbaladero. Un pescador los encontró. Hinchados, con la carne reblandecida y blanquecina. Amarrada con un mecate a la cintura de uno de los cuerpos iba una bolsa de plástico, dentro de la cual había varias otras. Era hondureño. Eso decía en su pasaporte. Era migrante. Se ahogó en el intento.

Aquellos cadáveres salieron a flote en el sitio exacto donde ya han salido muchos más. Justo atrás del albergue para migrantes de Nuevo Laredo, esta ciudad fronteriza con Laredo, Estados Unidos. Cuando se habla de cruzar el río Bravo se habla de Nuevo Laredo.

Si bien el cauce ocupa 1,455 kilómetros de los 3,100 que dividen a los dos países, esta es la ciudad referente para los migrantes. Aquí sí se enfrentan al río. El cauce es profundo y alberga fuertes corrientes y remolinos de agua verdosa. Aquí, el río ya funciona como frontera natural de los dos países. Funciona como obstáculo letal: muchos de los que no lo logran aparecen hinchados, reblandecidos y blanquecinos, como el hondureño de la semana pasada.

En Nuevo Laredo, la diferencia entre saber y no saber es para un migrante un factor contundente. La diferencia entre amarrarse una bolsa y lanzarse al río a patalear en cualquier lugar o conocer, ubicar una zona de pocos remolinos y poca profundidad, es lo que decidirá si el viajero va a seguir su rumbo dentro de Estados Unidos o se va a convertir en una masa de carne deformada por el efecto del agua.

Son las 5 de la tarde de este día de noviembre, y los migrantes están volviendo al albergue instalado por los sacerdotes scalabrinianos. Vienen de trabajar rellenando camiones con arena, levantando muros o vendiendo periódicos en las calles. Las reglas del albergue solo les permiten estar en la casa de 4 de la tarde a 7 de la mañana.

Hay unos 60 migrantes en el albergue. La mayoría son hondureños, seguidos en número por los guatemaltecos y salvadoreños. El muchacho negro y esquelético que está sentado lejos de los demás, con sus hombros inclinados hacia adelante y la cabeza oculta entre sus piernas recogidas, es el único dominicano en la casa. Entre burlas, los demás me recomiendan hablar con él. “Ayer lo intentó a lo pendejo, y casi se lo lleva el río”, me dice, entre risas, un hondureño joven.

El dominicano se llama Roberto, tiene 32 años, tres hijos (de ocho, cinco y tres años) y una mujer que, a dieta estricta de frijoles, lo esperan a él o a los dólares en su isla. Era busero antes de, hace un mes, salir de su tierra. Ganaba 4 mil pesos dominicanos, unos 114 dólares al mes. Es, de todos los que están aquí, el que más ha viajado para llegar. Pidió prestado a varios amigos y pagó un vuelo de República Dominicana hasta ciudad de Guatemala, donde no necesitaba visa para entrar.

A partir de ahí, empezó a migrar como todos los centroamericanos: en autobuses de tercera, a pie y en el lomo de varios trenes, hasta llegar a Nuevo Laredo, luego de haber sido asaltado seis veces, cinco de ellas por algún policía mexicano. Su viaje casi termina ayer, cuando el sol se estaba ocultando y él escupía bocanadas de agua y luchaba con la fuerte corriente del río hasta tocar de nuevo la ribera mexicana.

Lo paradójico es que Roberto está aquí porque la opción de migrar a Puerto Rico -su país vecino y considerablemente más próspero- la descartó porque no quería ahogarse cruzando los 128 kilómetros del Canal de la Mona, en el Océano Atlántico, que separa a ambas naciones.

“¿Te fracasó tu plan de ayer?”, pregunto. Y él se suelta a contar su simple método de cruce: “Qué diablos, vale, si yo no tenía ningún plan. Yo es solo que ya llevo tres días aquí, y ya estoy harto de vender periódicos de 7 de la mañana a 3 de la tarde para ganarme seis pesos (menos de un dólar) al día, y ayer me lancé. Me bajé con otras 13 personas por la parte de atrás del albergue, y llegamos al río. Eran como las 5 de la tarde. Ahí estuvimos viendo para el otro lado un rato.

Hasta que yo me puse a rezar y me tiré a nadar. Los demás se vinieron atrás. Pues nada, vale, que la corriente me arrastró varios metros, pero logré llegar con esfuerzo al otro lado, pero cuando veo para arriba, uno de esos policías enciende su luz, y nos ilumina, y yo me echo para atrás, pero ya iba cansado, y casi me ahogo en ese regreso. Sentía que no iba a poder llegar. Había tragado mucha agua”.

Rezar y nadar. Esa fue su estrategia para intentar entrar a Estados Unidos.

-¿Y qué le pasó a los demás que venían contigo?

-Unos tres siguieron para adelante. Los habrán agarrado. A los demás la corriente los arrastró más que a mí, y no los volví a encontrar en la orilla ni han vuelto para aquí.

No sería raro que en los próximos días el río Bravo devuelva algunos cadáveres más.

Según el Centro de Estudios Fronterizos y de Promoción de los Derechos Humanos, ubicado en Reynosa, donde aún corre el río Bravo, cada año, al menos desde 2005, han aparecido más de 70 cadáveres de migrantes en diferentes puntos del camino líquido. Los voceros del centro reconocen que estas son cifras parciales, y no creen que se acerquen a las reales. El río tiene muchos kilómetros de ribera deshabitada donde ocultar un cuerpo entre la maleza.

El albergue de Nuevo Laredo tiene, como todos los de México, ese punto en el que parece un campo de guerra tras una escaramuza. Un mexicano joven camina por el salón vendado de la cabeza y con el ojo morado. Es un deportado de Estados Unidos, que al intentar ir a cobrar el dinero que sus familiares le depositaron para que se regresara a su natal estado, fue atacado por los asaltantes que le quitaron los 17 mil pesos (mil 600 dólares) y le reventaron la cabeza con el mango de una pistola.

Fuente original: http://oaxacamigrante.org/noticias/?p=1562

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