31 de agosto de 2010

LOS MIGRANTES QUE NO IMPORTAN (Segunda Parte)


Otro salvadoreño de 44 años, se aplica ungüento para aliviar el dolor muscular causado por la torcedura de tobillo que se provocó hoy a orillas del río. A la par de él, Julio César fuma un cigarro, y dos de sus hijos corretean alrededor.

La primera vez que encontramos a Julio César fue en Ixtepec, al sur de México, a 2 mil kilómetros de Nuevo Laredo. Fue hace un mes y medio, y pensamos que no lograría ni llegar cerca de la frontera con Estados Unidos.

Él, albañil de 25 años, no viaja solo. Le acompañan Jéssica, su esposa de 22 años, y sus tres hijos: Jarvin Josué (7), César Fernando (5) y Jazmín Joana. Jazmín es la más pequeña de los tres. Tiene dos meses de haber nacido. Nació en el camino, mientras migraban, y casi muere en la primera aventura de su vida, cuando se le zafó de los brazos a su madre que viajaba en el techo de un tren de carga, como polizón, para avanzar en el camino, como hace la mayoría de indocumentados centroamericanos en este país.

Por suerte, Julio logró atraparla. Y ahora, aquí están todos juntos.

Cuenta Julio César que desde Ixtepec empezaron a viajar exclusivamente en autobuses. “No iba a arriesgar otra vez a la niña”, explica. Tomaron unos 15 autobuses para llegar a Nuevo Laredo. Hicieron varios tramos cortos, para evitar carreteras principales y posibles retenes. Es un hombre previsor. Hace mapas, anota rutas, pregunta y sabe esperar.

Nos asegura que está estudiando “la pasada del río”. Él ya lo hizo dos veces por Nuevo Laredo. En 2005, lo intentó solo, como el dominicano, y la patrulla fronteriza lo detuvo al solo pisar suelo estadounidense y lo deportó. En medio de la maleza de la ribera de Estados Unidos, los patrulleros de aquel país se esconden para que los migrantes que intentan cruzar el río no aborten su intento. Prefieren atraparlos de una vez antes que evitar que se lancen, porque saben que si no, de todas formas lo intentarán luego, quizá por otro sitio donde no haya un patrullero esperando o una cámara que los detecte.

En su segundo intento, Julio César pagó mil 200 dólares, con la ayuda de un amigo en Estados Unidos, y un coyote le enseñó una ruta alejada del centro urbano de la ciudad, por donde pasó y logró trabajar un año en aquel país, hasta ser deportado tras una redada en la obra que estaba construyendo en San Antonio, Texas.

Ahora, no tiene dinero para un coyote, y va a hacerlo por su cuenta, con sus recuerdos. “Quiero ir a inspeccionar la zona por la que él me llevó en 2005, y ver cómo está la corriente y si hay vigilancia, porque en enero me voy a tirar yo solo, para juntar dinero y mandar a traer a Jéssica y los niños”, explica su plan.

Esa es la diferencia de Nuevo Laredo. Es lo que diferencia a Julio de Roberto, el esquelético dominicano. Uno se lanzó en la parte más crecida del río, porque era la más cercana al albergue. Se lanzó en la parte más vigilada y casi muere en el intento. Julio lo hará hasta enero, luego de ir a estudiar un punto del río que, explica, “suele estar menos crecido”. La diferencia entre saber y no saber.

Antes de irnos, acordamos con Julio que le acompañaremos en su expedición, y decidimos hacerlo pasado mañana.

Afuera del albergue, hay siete vendedores de droga que también funcionan como enganchadores de El Abuelo. Se comunican con radio, hablan con los agentes de las patrullas de la policía municipal que pasan por la zona, y se despiden de ellos chocando palmas y puños.

El Abuelo es el señor de los polleros que suben por la ruta cercana al Atlántico, la que recorre los estados de Tabasco, Veracruz y llega a Reynosa y Nuevo Laredo. La ruta de los secuestros. Aquella donde los coyotes que no pagan se arriesgan a que Los Zetas, el grupo de narcotraficantes más sanguinario de México, según los Estados Unidos, les quiten a su grupo de indocumentados, para pedir rescate por ellos: entre 300 y 500 dólares por cabeza. Secuestros exprés les llaman. El Abuelo y sus empleados no corren con ese problema. Él, desde Nuevo Laredo, ciudad base de varios líderes zetas, acuerda el paso de sus coyotes pagando 10 mil dólares mensuales. Si es un grupo de El Abuelo, no tendrá problema para llegar hasta esta ciudad bordeada por el río Bravo.

Hace un mes y medio, un coyote guatemalteco que había sido secuestrado por Los Zetas me explicó en el sur de México cómo funcionaba la red de El Abuelo: “Paga 10 mil dólares al mes, y tiene que avisar cuando tú vas que trabajas para él, y cuántos pollos llevas. Entonces, no te hacen nada Los Zetas. Si no reporta que tú vas a pasar por ahí, y que eres de los de él, Los Zetas te secuestran a la gente que llevas, y te pegan una gran madriza a ti. Así es desde el año pasado. Han matado a varios polleros”. A él, lo torturaron apagándole cigarros en la espalda.

Un nuevo día ha pasado, y la rutina del albergue sigue igual. Dan las 4 de la tarde, y los migrantes empiezan a amontonarse en la acera de enfrente de la casa de acogida.

Ahí está Armando, un salvadoreño de 25 años. Es uno de esos viciosos del camino a los que cuesta entender. Él lleva desde los 12 años vagando por México, llegando hasta su frontera con Estados Unidos, trabajando en lo que sale, y regresando a su país cada vez que se le antoja. Su motivación la resume con una palabra: “vacil”. Dice que se aburre de estar en un solo lugar, y que de niño subió intentando cruzar y poco a poco se fue enganchando de esta vida errante. Se envició de un camino de asaltos, violaciones, mutilaciones y secuestros. A esta clase de migrantes cuesta entenderlos. Hay varias historias similares. Conocen a la perfección los riesgos del trayecto, pero hay algo en su perversión que les resulta atractivo, y que los hace adictos a sus dosis de adrenalina.

Asegura que hace apenas un mes vio un cadáver mientras inspeccionaba el río. “Flotaba allá por el parque Viveros -explica-, y eso les pasa porque la mayoría de los que se avientan aquí lo hacen a la loca, sin buscarle mucho. Y una de dos, o solo a caer enfrente de los de la migra van o se ahogan. Yo sé por dónde cruzarme, dónde no es tan hondo, pero no quiero ir a Estados Unidos”. La letal diferencia entre saber y no saber.

En los 14 kilómetros de río que dividen a Nuevo Laredo de Laredo, su ciudad estadounidense espejo, hay dos lanchas que patrullan el río, tres cámaras de vigilancia de largo alcance y con capacidad infrarroja para la noche, unos 20 reflectores y varios sensores de movimiento ocultos. Por eso, lanzarse en un punto u otro marca la diferencia entre llegar a los brazos de un agente o probar suerte por una zona fuera del casco urbano, menos vigilada. Este último es el plan de Julio César, el hondureño.

La conversación con el salvadoreño se ve interrumpida por el jefe de la pandilla de vendedores de droga y empleados de El Abuelo, un tipo de unos 25 años, con el tatuaje de un dragón en su cuello. “Ey, ¿para qué es esa cámara?”, pregunta al fotógrafo, que le explica que es para sacar imágenes de los migrantes. Luego, le dejamos claro que lo que él haga en esa esquina no nos interesa, y fotografiarlo mucho menos. “Un 28”, dice por su radio, y se va.

Seguimos hablando con Armando, el salvadoreño, y otros tres migrantes que se han sentado a nuestro lado, pero de un momento a otro, estamos rodeados por el del dragón en el cuello y otros dos de su grupo. “Ey, qué chingona esa cámara, préstamela”, dice uno al fotógrafo, que se niega a entregarla. En ese momento, un coche rojo se estaciona atrás y termina de cercarnos a nosotros y a los tres migrantes. “¡No les estés preguntando, súbelos!”, ordena el gordo que va al volante, y los cuatro tripulantes del carro se bajan. Nos ponemos de pie y nos alistamos a correr, pero el jefe del grupo suelta una risotada, y nos dice: “Tranquilos, tranquilos, no los vamos a secuestrar”. Solo querían advertirnos que estábamos en su zona. Darnos un susto para que supiéramos lo que puede ocurrir.

Después de eso, se separan y empiezan a mezclarse entre los cerca de 30 migrantes que ya se han ubicado en la acera. Van pregonando a grito limpio su oferta: “¡Con El Abuelo, con El Abuelo, mil 800 hasta Houston! Te damos comida, agua, zapatos y te pasamos en lancha. Vengan los que se quieren ir seguros”. A uno de los migrantes que estaba con nosotros le vuelve el color al rostro: “Pensé que nos iban a secuestrar”, susurra.

El caso es que el secuestro es una realidad cada vez más presente en esta ruta que sube cercana al Atlántico, y mucho de lo que ocurre más al sur se maneja desde dos ciudades fronterizas: Nuevo Laredo y Reynosa, a 250 kilómetros. El caso es que en estas zonas por donde miles de migrantes se mueven cada mes, los criminales son los dueños del terreno, las autoridades sus cómplices en muchos casos, y sus actividades, lejos de hacerse a hurtadillas, se gritan por las calles como si de vender tomates se tratara.

El 83% de las denuncias recabadas por el Centro de Derechos Humanos del albergue, en el rubro de autoridades corruptas, acusan a los agentes del departamento de Seguridad Ciudadana de Nuevo Laredo. Esto es lo recogido por el centro en solo tres meses, de junio a agosto de este año. Es lo que 477 migrantes relataron. Golpes, detenciones arbitrarias, secuestros y robo. El 83% de esos migrantes eran de Honduras, Guatemala y El Salvador.

“Esta era una zona tranquila antes de que el albergue fuera construido. Cuando se construyó se convirtió en una zona de narcomenudeo y de tráfico de personas. Se vive una situación muy fuerte. La policía está coludida con los polleros y los narcotraficantes. Aquí en esta zona opera El Abuelo, que cruza centroamericanos. Él hace un buen trabajo, ilícito, pero a quien le paga le da alguna garantía de que lo cruzará. Hemos mandado cuatro oficios a la municipalidad, solicitando mayor vigilancia alrededor de la casa”, explica José Luis Manso, encargado del centro.

Tres oficios nunca fueron contestados. Al cuarto, les contestaron con una promesa desde la Secretaría de Seguridad Ciudadana (esa que los migrantes identifican como su principal enemiga entre las autoridades neolaredenses). Hasta ahora, “ninguna medida se ha cumplido”, asegura Manso.

El albergue sigue enclavado en una zona de alto riesgo. Para describirla, Manso relata un hecho ocurrido hace cuatro días. Un asesinato: “Fue atrás del albergue. De repente, llegó la policía ministerial a tocar la puerta por la noche, de forma muy violenta. Querían información, porque les habían informado de que hubo una riña entre pandillas, entre una de mexicanos y otra de centroamericanos que se dedica al atraco de migrantes. Murieron dos centroamericanos, y otros dos están heridos de gravedad en el hospital. Lo curioso es que si hubo dos pandillas involucradas, solo hubo detenidos de una, lo que me hace pensar es que los centroamericanos muertos y los heridos, eran más bien migrantes que se resistieron a ser asaltados”.

Entre una colonia de narcomenudistas y una de las zonas ribereñas más peligrosas del río, la ubicada en el parque Viveros, a un costado del albergue, esta casa está ubicada en un área de verdad conflictiva.

Sobre el cruce del río, Manso asegura que la mayoría de los centroamericanos lo intentan por su cuenta, sin ayuda de ningún pollero: “Se cruzan nadando o pagan por un neumático para cruzarse. Por falta de dinero se cruzan por su cuenta, y es cuando ponen en riesgo su vida”.

Escojo a un migrante al azar dentro del albergue. Tiene 41 años y es guatemalteco. Le pregunto si contratará coyote. “No hay dinero”, responde. Le pregunto si conoce el río. “No”, contesta. Le pido que me explique cómo piensa cruzarse. “A la buena de Dios”, resume.

Antes de salir del albergue, acordamos con Julio César que mañana nos veremos temprano en el céntrico parque Hidalgo para iniciar la expedición. Los maleantes siguen ahí, en su esquina, esperando clientes. Nos vamos hacia el parque Viveros, donde la semana pasada aparecieron los dos cadáveres hinchados. Hay dos hombres pescando. El río es hondo en esta parte, y la corriente arrastra con fuerza el agua fría que se mueve entre las riberas igual de enmontañadas. Una en Estados Unidos, la otra en México.

El río no pertenece a ninguno de los dos países. Por convenio, cada país puede utilizar una cantidad de su agua. A estas alturas, la corriente arrastraría varios metros hasta a un experto nadador. Cuando atraviesa Nuevo Laredo, el Bravo ya ha sido alimentado por sus tres afluentes: el Pecos, en Estados Unidos, y el Conchos y el Sabinas, en México. Y no hablamos de pequeños ríos. Solo el Pecos, que nace en las montañas de Nuevo México, tiene mil 450 kilómetros.

Uno de los pescadores nos lanza una advertencia mientras saca bagres del río: “Cuando empiece a oscurecer, váyanse. Esos montes de ahí (atrás de él) los ocupan los que venden drogas para hacer sus transacciones en la noche, y los malandros para esperar a algún migrante que venga a intentar pasar”. Le hacemos caso y nos vamos a esperar que amanezca para buscar a Julio César.

Fuente

No hay comentarios.: